SOBRE LA RESPONSABILIDAD POLÍTICA

 


Es común como la política suele definirse como la lucha por el poder, pero para ello es necesario establecer ante todo cómo se debe interactuar con dicho poder. Si tenemos en cuenta la teoría política empírica, a aquel político-gobernante que alcanza la autoridad suprema del Estado se le abren dos posibilidades. O bien gobernar imponiendo su elenco de ideas por encima del resto, o bien desarrollar ese poder mediante una continua interacción de fuerzas contrapuestas, cuya realización puede requerir de un esfuerzo superlativo al tener que considerar como legítimas aquellas ideas que puedan estar en las antípodas de su concepción de “bien común”.

Si nos acogemos a la primera posibilidad, nuestro autor de cabecera debe ser el jurista alemán Carl Schmitt, que concebía la política como una lucha permanente de fuerzas contrapuestas cuyas diferencias no pueden resolverse racionalmente, esto es, mediante el diálogo y la negociación. Por tanto, para superar esta divergencia ideológica es necesario establecer una diferenciación clara de amigo-enemigo, ya que allí donde nos referimos a lo político, implícitamente hemos de reconocer la existencia de un conflicto latente. En segundo lugar, debemos elaborar un mecanismo que sea capaz de superar la divergencia, logrando consolidar el marco de ideas que se imponga sobre el resto.

 Y es que, llegados a este punto puede llegar a sorprender, o no, cómo Schmitt considera pertinente superar estas diferencias. Para él, todo se resume en la toma de decisiones y en el grado de intensidad que pueda haber en las relaciones humanas, ya que este grado puede suponer la unión o desunión entre los hombres. Su concepción de la política requiere de un enfrentamiento allí donde haya desunión, y el mecanismo adecuado para ello es este, pudiendo llegar incluso al derramamiento de sangre si fuera necesario. Cuando hace referencia a lo político, Schmitt afirma lo siguiente; “se podría exigir de los hombres que sacrificaran su vida y se da poder a hombres para derramar sangre y matar a otros hombres”. Cabe remarcar que Carl Schmitt fue uno de los teóricos más importantes del nazismo, aspecto deducible de sus planteamientos políticos. Él considera necesario esta forma de actuación debido a una ausencia axiológica, es decir, a la carencia de un sistema de valores universal que haga posible la convivencia política entre actores que no piensan de igual forma, y ante la cual, no quepa otra opción que la toma de una decisión que sea sólida y capaz de eliminar cualquier tipo de disidencia que pueda poner en duda la validez de la idea a defender.

Teniendo en cuenta esta explicación, ¿Un político debería actuar así? ¿Si lo hiciese, sería justificable? La respuesta esperada es no, porque si así fuera, estaría siendo harto irresponsable para con sus ciudadanos. Aquel político que tome sus decisiones atendiendo exclusivamente a sus ideales, y que además esté dispuesto a hacer lo que sea para lograrlos, estaría adoptando una visión sesgada de la realidad. Es más, ¿Se podría decir que ese político percibe la realidad o en cambio, está cegado por su propio relato? Hemos de tener en cuenta que esta forma de hacer política es expresamente excluyente, en tanto en cuanto margina a aquellas personas que no estén de acuerdo con las ideas del líder. Por tanto, desarrollar esta praxis es tan solo la lucha contra lo evidente, una lucha con las ideas, con lo diferente. Desgraciadamente, la historia nos demuestra que hacer política de esta forma conlleva consecuencias desastrosas, fruto de la falta de altura política e irresponsabilidad de aquellos dirigentes que, cegados por sus fantasías, dejan de lado y olvidan a la ingente masa de ciudadanos que, en cierto modo, dependen de sus decisiones. He aquí la sumarísima importancia que tiene la responsabilidad, siendo esta, necesariamente, una cualidad que todo político debería tener, teniendo en cuenta la magnitud y relevancia que puedan tener sus decisiones.

Si, por el contrario, decidimos que la actividad política debe llevarse a cabo mediante la segunda posibilidad, esto es, a través de la negociación y el necesario entendimiento con el contrario, nuestro autor de referencia es Max Weber. Este filósofo otorgaba a la acción humana un carácter contingente, es decir, que no hay nada imprescindible ni un elenco de valores que deba, por el mero hecho de existir, prevalecer sobre el resto. Esta forma de ver el mundo se aplicaba de igual manera a la esfera política, en la que la toma de decisiones debía ser libre y, sobre todo, llevarse a cabo teniendo una conciencia muy clara de esa contingencia para no desechar planteamientos diferentes y relegar a una segunda categoría a aquellos ciudadanos que no compartan esas decisiones.

Por tanto, para Weber y a diferencia de Schmitt, el gobernante no puede actuar en base, únicamente, a sus propios principios y a su propia concepción del mundo, es decir, mediante una moral sesgada y de carácter absoluto, que no tenga en cuenta las consecuencias de sus decisiones, en tanto en cuanto estas sean menos importantes o incluso contingentes, que el ideal a alcanzar. Y es que esto a lo largo de historia solo ha servido a los dirigentes de excusa para cometer todo tipo de excentricidades, un mal menor por un bien mayor, pero ¿Se puede justificar la barbarie como método para alcanzar un bien supremo? Weber responde a esta pregunta en clave negativa. De hecho, pone en duda ese supuesto bien supremo y se pregunta por qué debe ser ese bien supremo y no otro el que deba ser realizado. ¿Por qué debe haber un bien supremo más legítimo e importante que otros? ¿Quién decide que un determinado bien es más importante que otro? ¿Acaso alguien puede arrogarse la superioridad moral necesaria para imponer su modelo de bien común sobre el resto? De modo que ningún abuso de poder está justificado, ni, aunque tenga como objetivo el bien supremo si para ello es necesario el derramamiento de sangre, ninguna vida vale más que el predominio de una idea. En caso contrario, lo inmaterial se antepondría a lo material, es decir, a aquello que nos es propio.

Para Max Weber, el mundo se encuentra racionalizado, y, por consiguiente, se ve dotado de un marco de valores tan plural que no es posible decidir cuál de ellos es mejor que otros, por tanto, al no poder superar racionalmente esta diferencia, la única solución debe pasar por respetar valores que puedan ser diferentes a los que una persona en concreto pueda profesar. Otra característica fundamental de ese mundo racionalizado es la ausencia de una racionalidad moral absoluta, es decir, que no hay un bien extensamente compartido o un mal ampliamente consensuado, sino que, en este caso, el relativismo se impone y, por tanto, no es posible saber con absoluta certeza qué está bien y qué está mal, porque la historia nos ha demostrado que el resultado de acciones en principio buenas, pueden ser malas, y viceversa.

La consecuencia de todo ello es que en política no puede actuarse conforme a valores de carácter absoluto, la política en último término debe suponer la aceptación de la heterogeneidad y diversidad de la que se compone la sociedad, y reconocer que otras personas tienen ideales-proyectos de vida tan legítimos y dignos como los que podamos tener nosotros. Por tanto, en esto consiste la responsabilidad que debe caracterizar a todo político, ninguno de ellos puede intentar llevar a cabo sus ideas a costa de pisotear y menospreciar los proyectos de vida e ideas de aquellas personas que no compartan su misma opinión. Si estudiamos la historia, encontraremos el soporte empírico que nos muestra lo que en última instancia supone actuar con un tupido velo que solo permite ver la parte de la realidad que nos interesa ver, pero recordemos que la verdad es tan solo desvelar aquello que es evidente y que, sin embargo, por el peso que le damos al relato y no a los hechos, nos encontramos ciegos ante ello.

 

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