¿EN ESPAÑA HAY DEMOCRACIA?

 




Desde la Transición se ha adjetivado al sistema político español como democrático, sin embargo, si tenemos en cuenta que la democracia es el gobierno del pueblo y que, por consiguiente, el poder de una nación reside en éste, ¿de qué manera la soberanía del pueblo español se traduce en un poder efectivo y fiscalizador de la actividad política?

En primer lugar, la idea de que la soberanía nacional reside en el pueblo es una ficción jurídica fruto de nuestra norma fundamental, la soberanía solo puede corresponder a quien ejerza el monopolio de la violencia física legítima. En nuestro caso, esta corresponde en exclusiva al Estado, el pueblo no tiene ninguna herramienta a su disposición para hacer efectivo esta facultad, puesto que la voluntad de un ente o colectivo debe disponer de los instrumentos materiales y jurídicos necesarios para materializar sus propuestas en medidas concretas. Por tanto, ¿realmente el pueblo es libre a la hora de expresar su voluntad fruto de su aparente soberanía? En España, uno de los mecanismos designados a tales efectos es el referéndum, no obstante, este es más bien una concesión del poder político a los ciudadanos para que se pronuncien sobre una cuestión anteriormente deliberada y acotada por aquellos, fijando una serie de soluciones posibles, por tanto, el pueblo no es soberano, sino un mero ratificador honorífico de las propuestas de la clase política.

A menudo suele identificarse la democracia como sinónimo de elecciones periódicas y libres, sin embargo, este símil no suele ser un precepto absoluto incuestionable. Si nos atenemos a los principios de la democracia representativa, los electores han de elegir a los diputados que estimen convenientes dentro de su distrito electoral para que estos lleven a cabo una labor de representación de los intereses de aquellos, estando sujetos a fiscalización mediante mandato imperativo, esto es, todo encargo en representación de alguien. Dentro de la política, este precepto es concebido con la idea de que los gobernantes actúen y ejerzan su poder según la voluntad de sus mandantes. No obstante, nuestra Constitución prohíbe en su artículo 67.2 el mandato imperativo, por tanto, los diputados no están sujetos a otra fiscalización más allá de lo que su propia conciencia les pueda dictar. Esto induce a los diputados a actuar no en representación de los intereses de sus electores, sino en representación de sí mismos o de la voluntad del cabeza de partido, que les indica como deben actuar en el Parlamento, estando supeditada la duración de su cargo a la resiliencia y conformidad que demuestren estos a las pretensiones del jefe del partido.

Dentro del sistema electoral español, es manifiesto como no se cumple el principio de representación política sustentado en el mandato imperativo, pero ¿por qué se produce esto? La principal razón es la preminencia de los jefes de cada partido a la hora de configurar y decidir sobre este, llegando incluso a designar a los diputados en base a unos criterios que solo ellos sabrán cuáles son o en qué están fundamentados, conformando de este modo esas notorias listas cerradas en las que la ciudadanía tiene nulo poder de decisión sobre su designación. No cambiaría nada si en las elecciones eligiésemos a los jefes de cada partido y estos luego, a puerta cerrada, designasen a los diputados que considerasen oportunos. Por tanto, el pueblo español no tiene ningún tipo de poder colectivo efectivo a la hora de ejercer su derecho de voto para elegir a sus representantes. El verdadero poder reside en las estructuras oligárquicas de aquellos partidos políticos que dicen defender la democracia, ya que cuanto más tiende a crecer la estructura de un partido, más tiende a concentrarse el poder en menos personas, pero que luego actúan dentro de sus filas de forma arbitraria e interesada sin ningún tipo de control a sus decisiones.

Si nos atenemos al artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aquella sociedad en la que no éste formalmente instituida la separación de poderes, no hay constitución y, por consiguiente, no hay democracia. La llamada Constitución del 78 dista mucho de ser una constitución en sentido estricto si observamos la tradición jurídica constitucional y la teoría política. Esta nos dice que para que realmente haya una constitución debe haberse desarrollado un periodo de libertad constituyente, esto es, un proceso electoral con el objetivo de convocar cortes constituyentes para que estas, de conformidad con lo elegido por la ciudadanía, elabore y redacte una constitución en nombre de la libertad colectiva, pues en esta debe encontrarse la última palabra acerca de si prefieren para su modelo de Estado una monarquía o una república, una oligarquía partidocrática o en cambio, una democracia representativa. Sin embargo, en España no se dio esta situación, mediante unas elecciones fundacionales a la muerte de Franco se conformaron unas cortes legislativas, lo que supuso la formación de una nueva clase política compuesta por los herederos del franquismo y los agentes afines a los principios democráticos, todos ellos bajo el aura de unidad de Juan Carlos I. El elenco de partidos que constituían esas cortes designó una comisión especial para la redacción de un nuevo proyecto constitucional, el cual se realizó a puerta cerrada, la ciudadanía no tuvo ningún poder efectivo a la hora de decidir el contenido de la constitución, tan solo tuvo la facultad de ratificar en referéndum lo aprobado  por los partidos políticos sin tener más opción que aceptar lo dispuesto por estos, sobre todo teniendo en cuenta la tradición política de las décadas precedentes, tan solo había dos opciones posibles; aceptar el texto constitucional previamente elaborado por los políticos o elegir el vacío. De esta carencia de opciones han surgido posteriormente numerosos debates y controversias acerca del modelo de Estado, como la dualidad monarquía o república. Por estas razones, en España no hay una constitución, sino una carta otorgada.

Sin embargo, el requisito formal por antonomasia de la democracia que constituye el bloque orgánico de las constituciones en su elaboración es la separación de poderes. Resulta primordial a la hora de confeccionar una democracia poner límites y contrapesos al poder político para evitar la corrupción moral (de ideas) y material (de actos) que no tiene otro deber que servir a los intereses del pueblo, viéndose alejados de todo afán ególatra y despótico. No obstante, uno de los problemas que más preocupan a los españoles en los últimos años es la corrupción, pero por desgracia, conciben esta como una degradación puntual de un partido político determinado, es decir, no comprenden que la corrupción que sufre este país es sistémica como consecuencia de la no separación de poderes y consideran que votando a un partido alternativo en las próximas elecciones, la corrupción desaparecerá y aparecerá un partido honesto y digno de la confianza del pueblo.

Por tanto, aquel partido político que llegue al poder acabará corrompiéndose de una forma u otra puesto que el sistema le habilita para ello, sin que sea necesario extralimitarse de los marcos legales. Para evitar esta situación sería pertinente establecer una tajante separación entre el poder legislativo y el ejecutivo, para evitar que este último gobierne de manera arbitraria y legisle a su antojo, sin embargo, en España esto no sucede así, el presidente del Gobierno, sus vicepresidentes, así como sus ministros ostentan los cargos de diputados, es decir, de legisladores al mismo tiempo que forman parte del ejecutivo. En un verdadero sistema democrático, las elecciones para designar al poder ejecutivo y legislativo estarían diferenciadas, sin embargo, en nuestro país los líderes de cada partido deciden por nosotros cuáles habrán de ser nuestros “representantes”, aunque solo se representan a ellos mismos, y al mismo tiempo se aúpan al poder ejecutivo controlando el Parlamento y designando a los miembros del Poder Judicial encargados en cierto de modo de controlar la potestad reglamentaria e incluso legislativa del ejecutivo. Y lo más sorprendente es que a pesar de defender la igualdad jurídica ante la ley todos y cada uno de los partidos políticos, sus miembros que se hallen inmersos en la configuración de la Administración del Estado solo puedan ser juzgados ante el Tribunal Supremo en virtud de los aforamientos, recordando que los miembros de dicho tribunal son elegidos, una vez más, por la clase política. Es más, el único órgano que puede determinar si una ley se ajusta o no a los mandatos constitucionales o si respeta los derechos fundamentales es el Tribunal Constitucional que también es elegido por los políticos, por tanto, el poder jurisdiccional y no jurisdiccional no es independiente y no goza de autonomía en sus deliberaciones y fallos.

Por consiguiente y a modo de conclusión, en España no gozamos de una democracia formal al no haber separación de poderes ni cumplirse el principio de representación política, sino que nos encontramos ante una partidocracia, es decir, una dictadura de partidos en la cual, estos gobiernan por y para ellos y en la que los intereses de la ciudadanía bien valen un escaño.

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