Nuestra concepción acerca de la verdad tiende a estar en
eterna contradicción con el mundo real, pues, a menudo solemos delimitar este
concepto de manera exclusiva y excluyente, como si decidir qué es la verdad y
qué no implicase adoptar una visión parcial acerca de lo que nos rodea,
desechando e ignorando aquello que no se integra con nuestra concepción de
verdad. Sin embargo, el mundo es unidad y no excluye ninguno de sus elementos,
es más, ni siquiera distingue con carácter preferente a ninguno de estos, todos
forman un todo integrado. Ahí reside la verdad, en comprender la unidad de la
que participamos, y luchar en nombre de la verdad contra la esencia del mundo supone
negar nuestra naturaleza, privándola de un sentimiento de plenitud que parece
incomodarnos, pues nada asusta más al hombre que la conciencia de su
contingencia, de su insignificancia. Nuestra verdad es la anestesia de la que
nos valemos para soportar el mundo de contradicciones que llevamos a la espalda
y del que no podemos librarnos, pues, ni toda una vida sería suficiente para
liberarnos del contraste de nuestra alma. Contraste y plenitud constituyen dos
atributos del mundo que los hombres tendemos a ocultar dado que ponen en
evidencia nuestras debilidades.
El hombre pone límites al mundo en nombre de la verdad para
ignorar su inmensidad e infinitud y lograr así, una paz interior fruto de la
concordia aparente entre el mundo y su conciencia, cuando en realidad no es más
que el acomodo del mundo al arquetipo de este que en su razón ha creado para
evitar convivir con el eterno contraste de todo cuanto le rodea. Intentar
amoldar el mundo a nuestros deseos y aspiraciones en vez de aceptar y amar su
naturaleza constituye nuestro principal obstáculo en el camino hacia la
felicidad.
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